miércoles, 30 de abril de 2014

Tengo pavor. Vuelvo cansada cada noche, cada mediodía, cada tarde. Y cuando estoy, dormida, en un tren a las cero horas, tengo la certeza de estar haciendo las cosas bien. Pero no estoy orgullosa de mí. Es un esfuerzo que ni por asomo me hace feliz. Estoy cansada, sí. Hago las cosas bien, sí. Pero no es lo que quiero hacer. Y, ¿qué es lo que quiero hacer?

Me aterra la idea de una vida en donde mi único alivio sea llegar al fin de semana, donde mi meta más codiciada sean las vacaciones de verano y donde la total y plena felicidad se encuentre en mi jubilación. Quiero disfrutar. Sé que los servicios médicos, los descuentos jubilatorios y los días de vacaciones pagos van a ser la confirmación de que todo empieza a terminar para mí. Y lo sufro. Quiero disfrutar.

¿Es tan mala la idea de llegar y dejar el trabajo en el trabajo? Y de fondo escucho una patética canción infantil cantada por una persona que vive en base a esa elección y otra vez me atemorizo de mí misma, de las decisiones que puedo llegar a tomar.

Temo de mi incapacidad para tomar elecciones beneficiosas cuando dejo que mi desidia o tristeza las tome por mí. Temo de mí. Y es conmigo con quien tengo que vivir. Es a mí a quién debo mi felicidad. Pero siento que no puedo exigírsela, o que tengo demasiada desidia y tristeza para hacerlo.


Estoy desesperada. Desesperada por saber qué hacer. No. Desesperada por saber qué querer. Quiero querer algo. 

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