Tengo pavor. Vuelvo cansada cada noche, cada mediodía, cada
tarde. Y cuando estoy, dormida, en un tren a las cero horas, tengo la certeza de
estar haciendo las cosas bien. Pero no estoy orgullosa de mí. Es un esfuerzo
que ni por asomo me hace feliz. Estoy cansada, sí. Hago las cosas bien, sí. Pero
no es lo que quiero hacer. Y, ¿qué es lo que quiero hacer?
Me aterra la idea de una vida en donde mi único alivio sea
llegar al fin de semana, donde mi meta más codiciada sean las vacaciones de
verano y donde la total y plena felicidad se encuentre en mi jubilación. Quiero
disfrutar. Sé que los servicios médicos, los descuentos jubilatorios y los días
de vacaciones pagos van a ser la confirmación de que todo empieza a terminar
para mí. Y lo sufro. Quiero disfrutar.
¿Es tan mala la idea de llegar y dejar el trabajo en el
trabajo? Y de fondo escucho una patética canción infantil cantada por una persona
que vive en base a esa elección y otra vez me atemorizo de mí misma, de las decisiones
que puedo llegar a tomar.
Temo de mi incapacidad para tomar elecciones beneficiosas cuando dejo que mi desidia o tristeza las tome por mí. Temo de mí. Y es conmigo
con quien tengo que vivir. Es a mí a quién debo mi felicidad. Pero siento que
no puedo exigírsela, o que tengo demasiada desidia y tristeza para hacerlo.
Estoy desesperada. Desesperada por saber qué hacer. No.
Desesperada por saber qué querer. Quiero querer
algo.